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de un lado se supone cierta posibilidad y de otra no se la supone,
porque se llama igualmente no castrado al que no puede ser castrado y
al que, pudiendo serlo, no lo está. La misma distinción tiene lugar
respecto a la intemperancia, pues este término puede decirse, a la vez
del que es incapaz por naturaleza de templanza y de disciplina, y del
que es, naturalmente, capaz de ellas, pero que no las aplica a las faltas
que evita el hombre templado. Por ejemplo, en este caso se encuentran
los niños a quienes se llama muchas veces intemperantes, por más que
no lo sean absolutamente en este sentido. Pero hay también otra clase
de intemperantes, que son los que se curan con dificultad, o no se curan
ni poco ni mucho bajo la influencia de los cuidados que se emplean
para que sean templados. Pero cuales quiera que sean las acepciones
diversas de la palabra intemperancia, se ve que ésta se refiere siempre a
las penas y a los placeres, y la templanza y la intemperancia difieren
entre sí y de los demás vicios en cuanto se conducen de cierta manera
respecto a los placeres y a las penas. Hemos explicado un poco más
arriba la metáfora que hace que se dé a la intemperancia este nombre.
En efecto, se llama impasibles a los que no sienten nada en presencia
de los mismos placeres que conmueven profundamente a otros
hombres; y también se les da otros nombres análogos. Pero esta
disposición especial no es fácil observarla y es poco común, porque, en
general, los hombres pecan más bien por el exceso opuesto, siendo el
dejarse vencer por tales placeres y gustarlos con ardor, cosa muy
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natural en todos los hombres, casi sin excepción. Estos seres
insensibles son esa especie de zafios y salvajes que los autores cómicos
nos presentan en sus obras, y que no saben ni aun gozar de los placeres
moderados y necesarios.
Pero si el templado ejerce su templanza con relación a los
placeres, también tiene que luchar contra ciertos deseos y pasiones.
Indaguemos cuáles son estos deseos particulares. El hombre templado
no lo es contra toda especie de placeres, contra todos los objetos
agradables; lo es, al parecer contra dos especies de deseos, que
proceden de los objetos que afectan al tacto y al gusto; y, en el fondo,
sólo lo es contra uno que nace exclusivamente del tacto. Y así, el
templado no tiene que luchar con los placeres de la vista, que nos
hacen percibir lo bello, y en los cuales no entra ningún deseo amoroso
ni carnal. No hay que luchar contra la pena que causan las cosas feas.
Tampoco resiste a los placeres que el oído nos proporciona en la
armonía, o al dolor que nos causan los sonidos discordantes; ni tiene
nada que ver con los goces del olfato, que proceden de un olor bueno,
ni con las molestias que nacen de un olor malo. Por otra parte, para
merecer el nombre de intemperante, no basta sentir o no sentir las
cosas de esta clase de una manera general. Si alguno, contemplando
una bella estatua, un precioso caballo o un hombre hermoso, u oyendo
cantos armoniosos, llegase a dejar de sentir el deseo de comer y beber
y todas las necesidades sensuales, absorbido únicamente por el placer
de ver estas cosas bellas y oír estos admirables cantos, no pasaría
ciertamente por un hombre intemperante, como no lo serían los que se
dejasen encantar por los dulces acentos de las Sirenas. La
intemperancia sólo se dirige a estos dos géneros de sensaciones, porque
se dejan dominar igualmente todos los animales dotados del privilegio
de la sensibilidad, y en las que se encuentra placer o pena, es decir, las
del gusto y del tacto. En cuanto a las otras sensaciones agradables, los
animales son casi insensibles respecto de ellas; por ejemplo, no gozan
ni de la armonía de los sonidos, ni de la belleza de las formas. No hay
entre ellos uno que goce al contemplar las cosas bellas o al oír sonidos
armoniosos, fuera de algún caso prodigioso. Tampoco se advierte en
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ellos que gocen con los buenos o malos olores, a pesar de que los
animales en general tienen la sensibilidad más delicada que los
hombres. Además, debe observarse que no experimentan placer sino
con aquellos olores que atraen indirectamente y no por sí mismos; y
cuando digo po sí mismos me refiero a los olores de que gozamos por
otro motivo que por la esperanza o el recuerdo que engendran. Por
ejemplo, el olor de los alimentos que se pueden comer o beber no nos
afecta sino indirectamente. Gozamos, en efecto, con ellos, porque nos
causan placeres distintos de los suyos propios, esto es, los de comer y,
beber. Son, por lo contrario, olores que nos encantan por sí mismos, los
de las flores, por ejemplo. Stratónico tenía razón al decir que, entre los
olores, unos tienen un bello perfume y otros un perfume agradable. Por
lo demás, los animales, en materia de gusto, no gozan de un placer tan
completo como podría creerse. No gustan de las cosas que hacen
impresión solamente en la extremidad de la lengua; y gustan sobre todo
de las que obran sobre el gaznate; y la sensación que experimentan se
parece más bien a la de tacto que a un verdadero gusto. Así, los
glotones no desean tener una lengua muy desenvuelta, sino que
prefieren, más bien, un cuello largo como de cigüeña, corno sucedía a
Filoxenes de Erix. En resumen, puede decirse que, en general, la
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