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chica. Lo lógico es que después le hicieran alguna
radiografía. Yo le habría dislocado algo más que el
hombro.
Si se acuerda de alguna cosa más, cualquier otro
lugar donde pudiera estar el archivo, ¿me llamará?
Haremos lo que llaman una búsqueda global -respondió
la señorita Corey saboreando la expresión-; pero
dudo mucho que encontremos nada. Muchos de los
papeles quedaron abandonados, no por nosotros, sino
por los del dispensario de metadona.
Los gruesos tazones de café eran de esos que hacen
que las gotas resbalen por el borde exterior.
Starling observó a Inelle Corey mientras se alejaba
pesadamente como una pecadora más y se bebió media
taza con una servilleta bajo la barbilla.
Starling volvía a ser la misma de siempre poco a
poco. Sabía que estaba harta de alguna cosa. Puede
que se tratara de la vulgaridad, o peor que eso, de
falta de estilo. Indiferencia a las cosas que
halagan la vista.
Puede que estuviera hambrienta de un poco de estilo.
Hasta el estilo de una meapilas era mejor que nada,
era una afirmación, quisieras escucharla o no.
Starling hizo examen de conciencia en busca de
signos de esnobismo y acabó decidiendo que tenía
pocos motivos para ser esnob. A continuación,
pensando en lo del estilo, se acordó de Evelda
Drumgo, que andaba sobrada.
El recuerdo le hizo desear fervientemente volver a
ser capaz de salir de sí misma.
Capítulo 11.
Y así, Starling regresó al lugar donde todo había
empezado para ella, el Hospital Psiquiátrico
Penitenciario de Baltimore, ya difunto. El viejo
edificio marrón, antigua casa del dolor, tenía las
puertas encadenadas y las ventanas protegidas con
barrotes; sus muros cubiertos de graffiti esperaban
la piqueta.
La institución llevaba años languideciendo antes de
que su director, el doctor Frederick Chilton,
desapareciera durante sus vacaciones. El
subsiguiente descubrimiento de despilfarros y mala
gestión, unido a la decrepitud del edificio,
indujeron a las autoridades sanitarias a cortar el
suministro de fondos. Algunos pacientes fueron
trasladados a otras instituciones públicas, otros
murieron, y unos cuantos vagaron por las calles de
Baltimore como zombis colocados de Thorazine gracias
a un programa para pacientes externos mal concebido,
que consiguió que más de uno muriera congelado.
Mientras esperaba ante la fachada del caserón,
Clarice Starling comprendió que había preferido
agotar antes otras líneas de investigación para no
tener que volver a aquel sitio.
El encargado llegó con cuarenta y cinco minutos de
retraso. Era un viejo rechoncho con un zapato
ortopédico que resonaba contra el suelo, y el pelo
cortado el estilo Europa oriental, probablemente en
casa. La condujo resollando hacia una puerta
lateral, separada de la acera por unos cuantos
peldaños. Los traperos habían forzado la cerradura,
y la puerta estaba asegurada con cadena y dos
candados. Las telarañas habían cubierto los
eslabones con una especie de pelusa. Mientras el
hombre revolvía el manojo de llaves, las hierbas que
crecían en las grietas de los escalones
cosquilleaban las pantorrillas de Starling. La tarde
estaba nublada y la luz granulosa no producía
sombras.
No estoy conociendo esto edificio bien, yo sólo
chequeo los alarmas de fuego. -dijo el encargado.
¿Sabe si hay papeles guardados en algún sitio?
¿Archivadores, registros...? El encargado se encogió
de hombros.
Después de hospital, aquí hay un dispensario de
metadona, pocos meses.
Ponen todo en los sótanos, unos camas, unos ropas,
no sé qué sea. Es malo aquí para mi asma, moho, muy
malo moho. Las colchones de los camas son mohosos,
moho malo en los camas. No puedo respirar aquí. Los
escaleras, malos para mi pierna. Yo enseñaría,
pero...
Starling hubiera preferido bajar acompañada, incluso
por él, pero sólo serviría para entorpecerla.
No. Usted haga lo suyo. ¿Dónde está su garita? Al
final del manzana, donde el viejo oficina de carnets
conducir.
Si no he vuelto dentro de una hora...
El hombre miró el reloj.
Yo acabo media hora.
Ésta sí que es buena... .
Lo que va a hacer usted, señor, es esperarse en su
garita a que le devuelva las llaves. Si no he vuelto
dentro de una hora, llame al número que hay en esta
tarjeta y acompáñeles aquí. Si no está cuando salga,
si ha cerrado el chiringuito y se ha marchado a
casa, iré personalmente a ver a su supervisor por la
mañana para informarle. Además haré que el Servicio
Interno de Rentas investigue sus ingresos, y que
estudien su situación en la Oficina de Inmigración
y... y de Naturalización. ¿Me ha entendido?
Conteste.
Pensaba esperarlo. No falta decirme esos cosas.
Bueno. Así me gusta -respondió Starling.
El encargado aferró la barandilla con sus manazas
para ayudarse a alcanzar el nivel de la acera, y
Starling oyó arrastrarse sus pasos desiguales, cada
vez más lejanos. Empujó la puerta y se encontró en
un descansillo de la escalera de incendios. Las
ventanas del hueco de la escalera, altas y con
barrotes, dejaban entrar la luz gris. Dudó si echar
un candado por la parte inferior de la puerta, pero
acabó optando por hacer un nudo a la cadena de la
puerta, por si perdía la llave.
Las veces que Starling había acudido al manicomio
para entrevistarse con el doctor Lecter había
entrado por la puerta principal. Ahora necesitó unos
instantes para orientarse.
Ascendió por la escalera de incendios hasta la
planta baja. Las ventanas de cristal esmerilado
apenas dejaban entrar la luz mortecina del exterior
y el vestíbulo estaba en penumbra. Starling encendió
la potente linterna y dio con un interruptor, que
encendió las luces del techo, tres bombillas aún
útiles en un plafón roto. Los extremos cortados de
los cables telefónicos colgaban del mostrador de
recepción.
Vándalos provistos de aerosoles de pintura habían
llegado al interior del edificio. Un falo de tres
metros con sus testículos decoraba la pared de
recepción, acompañado de la siguiente leyenda: La
madre de Faron me la menea .
La puerta del despacho del director estaba abierta.
Starling se quedó en el umbral. Allí se había
presentado para cumplir su primera misión con el
FBI, cuando aún era cadete, cuando aún se lo creía
todo, que si una era capaz de hacer el trabajo, de
demostrar su valía, sería aceptada, sin que
importara su raza, credo, color, origen nacional o
si era o no era uno de los chicos . De todo aquello
no le quedaba más que un solo artículo de fe. Seguía
creyendo que era capaz de hacer el trabajo.
En aquel mismo despacho, el doctor Chilton, director
del hospital, se había acercado a recibirla y le
había ofrecido una mano sudada. Entre aquellas
cuatro paredes, el director había traicionado
confidencias y escuchado a escondidas, y, creyéndose
más listo que Hannibal Lecter, había tomado la
decisión que permitiría al doctor escaparse en medio
de un baño de sangre.
El escritorio de Chilton seguía en su sitio, pero
faltaba la silla, lo bastante pequeña para que la
robaran.
Los cajones estaban vacíos. aparte de un Alka-
Seltzer espachurrado. Había dos archivadores. Las
cerraduras eran sencillas, y la antigua agente
técnica Starling consiguió abrirlos en un abrir y
cerrar de ojos. El cajón inferior contenía un
sandwich momificado en su envoltorio de papel y
varios formularios del dispensario de metadona,
además de desodorante para el aliento, un frasco de
tónico capilar, un peine y un puñado de condones.
Starling recordó el sótano del manicomio, cuyas
celdas lo asemejaban más a una mazmorra, donde el
doctor Lecter había pasado ocho años. No quería
bajar allí. Podía hacer uso del teléfono celular y
solicitar una unidad de la policía para que bajara
con ella. O llamar al centro de operaciones de
Baltimore y pedir otro agente del FBI. La tarde gris
iba transcurriendo y, aunque saliera en ese mismo
instante, ya no había forma de evitar la peor hora
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