[ Pobierz całość w formacie PDF ]
que había venido a pagarle al Autarca y luego darle una moneda mala? ¡Os tienen pánico,
y me habrían abierto las entrañas buscando una auténtica! ¿Es cierto que aquí tienen un
explosivo que tarda días en abrirse, de modo que pueden hacer trizas a la gente poco a
poco?
Yo miraba las dos monedas. Tenían el mismo brillo de latón y parecían hechas en el
mismo cuño. Pero, como he dicho, esa breve entrevista tuvo lugar mucho después del
verdadero fin de mi relato. Volví por el mismo camino a mis habitaciones en la Torre de la
Bandera, y una vez allí, me quité la capa chorreante y la colgué. El maestro Gurloes solía
decir que lo peor de pertenecer al gremio era no llevar camisa. Aunque lo decía
irónicamente, en cierto sentido tenía razón. Después de haber atravesado las montañas
con el pecho desnudo, unos pocos días con atuendo de autarca me ablandaban tanto
como para temblar en una noche brumosa de otoño.
En todos los cuartos había hogares, y junto a cada uno una pila de leña tan vieja y seca
que sospeché que de sólo golpearla contra un morillo se pulverizaría. Yo nunca había
encendido una chimenea; pero ahora decidí hacerlo, calentarme y poner a secar en una
silla la ropa que había traído Roche. Cuando busqué el yesquero, sin embargo, descubrí
que en el entusiasmo me lo había dejado con la vela en el mausoleo. Pensando
vagamente que el Autarca que había habitado esos cuartos antes que yo (un gobernante
muy fuera del alcance de mi memoria) debía haber tenido algún medio de encender a
mano los numerosos fuegos, me puse a buscar en los cajones de los armarios.
En gran parte estaban llenos de los papeles que tanto me habían fascinado antes; pero
en vez de pararme a leerlos, como hiciera durante la primera inspección de los cuartos,
los levantaba de cada cajón para ver si no había debajo algún eslabón, encendedor,
jeringa o amadú.
No encontré ninguno; pero en cambio, en el cajón más grande del armario más grande,
escondida bajo un estuche de plumas filigranado, descubrí una pequeña pistola.
Había visto antes armas como ésa: la primera, cuando Vodalus me había dado la
moneda falsa que acababa de recuperar. Pero nunca había tenido una en la mano, y
ahora descubría que era muy diferente que verla en manos de otros. Una vez, viajando
con Dorcas hacia Thrax, habíamos caído en una caravana de vendedores ambulantes y
caldereros. Aún teníamos casi todo el dinero que el doctor Talos había dividido en el
encuentro del bosque al norte de la Casa Absoluta; pero dudábamos de hasta dónde
podría llevarnos y cuánto tendríamos que viajar, de modo que yo ofrecía mi oficio,
preguntando en cada pueblo si no había algún malhechor que mutilar o decapitar. Para
los vagabundos éramos como ellos, y aunque algunos nos adjudicaban un rango más o
menos saliente porque yo sólo trabajaba para las autoridades, otros presumían de
despreciarnos como instrumentos de la tiranía.
Una noche, un amolador que había sido más amistoso que la mayoría, y nos había
hecho varios favores insignificantes, se ofreció para afilar a Terminus Est. Le dije que yo
la mantenía lo suficientemente afilada para el trabajo y lo invité a probarla con un dedo.
Después de cortarse levemente (como yo había anticipado) se aficionó mucho a ella,
admirando no sólo la hoja sino la suave vaina, la guarda labrada y lo demás. Una vez que
le hube respondido a innumerables preguntas respecto a la forja, la historia y los usos de
Terminus Est, me preguntó si le permitía empuñarla. Lo previne sobre el peso de la hoja y
el peligro de descargar el filo más fino contra algo que pudiera dañarlo; luego se la pasé.
Sonriendo, aferró la empuñadura como yo le había dicho; pero no bien empezó a alzar la
larga y brillante herramienta de muerte, se puso muy pálido y los brazos se le echaron a
temblar tanto que se la arrebaté antes de que la dejara caer. Después de aquello, lo único
que decía una y otra vez era Yo he afilado la espada de muchos soldados.
Ahora yo comprendía lo que el hombre había sentido. Dejé la pistola en la mesa tan
rápido que casi se me cae, y di vueltas y vueltas alrededor como si fuera una serpiente
preparada para atacar.
Era más corta que mi mano, y de una factura tan delicada que parecía una joya; pero
cada una de sus líneas hablaba de un lejano origen, de más allá de las estrellas cercanas.
El tiempo no había amarilleado la plata, que bien podría haber acabado de salir de la
pulidora. Estaba cubierta de ornamentos que acaso fueran escritura: realmente no podía
decirlo, y para ojos como los míos, habituados a motivos de líneas rectas y curvas, a
veces parecían sólo reflejos complicados y brillantes, pero reflejos de algo que no estaba
presente. Incrustadas en el mango había piedras negras cuyo nombre yo ignoraba,
gemas como turmalinas pero más luminosas. Al cabo de un rato noté que una, la más
pequeña, parecía desvanecerse a menos que yo la mirara con fijeza, y entonces
destellaba con un fulgor de cuatro rayos. Examinándola más de cerca, descubrí que no
era una gema sino una lente diminuta a través de la cual brillaba un fuego interior. La
pistola, pues, conservaba su carga después de tantos siglos.
Por ilógico que fuera, saberlo me tranquilizó. Hay dos maneras en que un arma puede
ser peligrosa para quien la usa: hiriéndolo por accidente o fallándole. La primera era aún
posible; pero cuando vi el resplandor de ese punto luminoso supe que la segunda podía
descartarse.
Debajo del cañón había un botón corredizo que al parecer controlaba la intensidad de
la descarga. Mi primera idea fue que quienquiera la hubiese manejado la última vez
probablemente la había puesto al máximo, y que invirtiendo la posición podría probarla
con cierta seguridad. Pero no era así: el botón estaba en el centro de la guía. Por fin
[ Pobierz całość w formacie PDF ]