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catalizador de la memoria, una habitación que se habitó años atrás, una tarjeta con una
palabra ilegible- se produce una fisura en la corteza aparente del tiempo a través de la cual
se ve que la memoria no guarda lo que pasó, que la voluntad desconoce lo que vendrá, que
sólo el deseo sabe hermanarlas pero que -como una aparición conjurada por la luz- se
desvanece en cuanto en el alma se restaura el orden odioso del tiempo. « Compréndalo», se
había metido las manos en los bolsillos y el Doctor se apercibió de que tuvo un escalofrío
prolongado. Cerró al fin la puerta y el vestíbulo quedó casi a oscuras. «No le voy a pedir que
me diga lo que tantas veces me he dicho a mí misma y no habría tenido que decírmelo si
hubiera conocido un solo instante de reposo. No aspiraba a otra cosa porque de todo lo
demás, incluida la fidelidad, me creía ya curada. Pero el cuerpo que envejece sin haber
recibido la confirmación de la gloria juvenil mira con aprensión y zozobra un futuro
cercenado por la esterilidad, un ánimo en decadencia que ni siquiera se atreve a reconocer
con honradez y aflicción la suma de sus males sólo porque una memoria desobediente y
procaz gusta de recrearse con otra edad engañosa. Hubiera sido mejor silenciarla, reducirla a
lo que es; porque la memoria -ahora lo veo tan claro- es casi siempre la venganza de lo que
no fue -aquello que fue se graba en el cuerpo en una sustancia a donde no llegan nuestras
luces-. Quizá me equivoque, pero ahora me parece tan evidente..., sólo lo que no pudo ser es
mantenido en el nivel del recuerdo y en registros indelebles- para constituir esa columna del
debe con que el alma quiere contrapesar el haber del cuerpo. Así que la memoria nunca me
trae recuerdos; es más bien todo lo contrario, la violencia contable del olvido. No tengo
intención de decirle hasta dónde llegaron mis quebrantos, ni cuándo se secó la fuente de la
fidelidad, ni en qué lecho, entre qué sábanas terminaron mis abrazos y los anhelos, qué clase
de ilusiones dieron fin a mis esperanzas -porque una fortuna concluye siempre con un papel
de prestamista o una carta de pago, ay, no en el desenfreno de una despedida-. No sé si he
vuelto o he venido por primera vez a comprobar la naturaleza de una ficción, pero en tal
caso, ¿qué curación cabe esperar si mi propia vanidad me impide hacerme cargo de sus
propias creencias, si mi amor propio -de acuerdo con la confesión- manda sobre mi
voluntad? Entonces me dije: mírate por dentro, ¿qué guardas en el fondo de tu más íntimo
reducto? Ni es amor, ni es esperanza, ni es -siquiera- desencanto. Pero si aplicas con
atención el oído observarás que en el fondo de tu alma se escucha un leve e inquietante
zumbido -hecho de la misma naturaleza que el silencio-; y es que está pidiendo una
justificación, se ha conformado con lo que ahora es y sólo exige que le expliques ahora por
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Volverás a Región Juan Benet
qué es eso así. Y entonces me dije: "Vuelve allí, Marré; vuelve allí por lo que más quieras,
vuelve de una vez". Cuántas veces lo había intentado -cuántas tardes, con un pretexto
cualquiera, abandonaré esa habitación adornada con todo el esmero que la cautiva en
secreto aborrece, fiel a la fe que mamó en su infancia, y cuántas mañanas un alma que
busca la verdadera razón de su apetito o una fe que, descompuesta por tantos propósitos
fallidos, intenta prevalecer en la renuncia (no se trata de una satisfacción en pos de un
deseo) a unos amoríos que la engaitan y distraen- para encontrarme a la postre aturdida y
desorientada, sentada en el banco de un andén desierto, en medio del páramo, con la vista
clavada en el horizonte sombrío de las montañas, un instante antes de romper a llorar.
Cuántas veces retrocederé, no invadida por el miedo sino -ala vista de la sierra o con los ojos
clavados en el horario de los trenes, ante esa hora de la llegada a la estación de Macerta
escrita con tiza y trazo apresurado y en la que la voluntad se resistía a creer porque no podía
concebir los pasos que habría de dar, una vez que el tren se hubiera detenido- por ese
sentido del ahorro que el alma segrega cuando, vacilante, siente la necesidad de preservar el
único resto que le queda, tras el incendio motivado por sus anhelos al dictado de una razón
que, ausente de las lágrimas, se impone a una carne desesperada y lastimera que tamborilea
sobre el cristal de la taquilla o muerde la punta de un guante. Hasta que un día, en el
umbral de una edad no definida por los años sino por el desvanecimiento del último deseo,
una razón en el límite de su resistencia consiente en satisfacer ese capricho de la carne
antojadiza. Sólo para detener el llanto y la pataleta y a sabiendas de que todos sus sofismas
tendrán un mentís en cuanto se abra la taquilla, en cuanto le entreguen el billete de Macerta,
en cuanto se suba al ordinario de Región para dirigirse a aquella casa que no ha podido
apartar de su mente desde que acabó la guerra. No existe tampoco la esperanza porque no es
legítima, porque un instinto de supervivencia que no cree en ella trata de ridiculizarla a fin
de no caer en su misma demencia, en una edad sin encantos. ¿Quién puede creer, por
consiguiente, que vine aquí en busca de una curación? ¿No será más bien el abandono a las
fuerzas de la enfermedad, contra las que en vano y durante tanto tiempo ha luchado todo el
cuerpo unido, hasta que ha llegado al término de su aliento? ¿No será un consuelo de última
hora y que -al igual que el pez que extrae de sus entrañas más vitales el alimento que ya no
se puede procurar fuera- ya no pide sino distraer su apetito (un alma viciada, desdeñada,
resentida y malvendida) con las sombrías. palabras de afecto, comprensión y justificación
que ya no podrá escuchar nunca si no es de su propia voz?» .
Había roto a llover. Las primeras gotas más que de agua parecían formadas de una frágil
aleación, fundida y transubstanciada al contacto con la arena, cubierta de un enjambre de
limaduras. Pronto el agua comenzó a filtrarse a través del alpendre y el Doctor, abriendo una
vez-más la puerta, se asomó al umbral para recibir el viento y mojarse los pantalones. El
polvo remolineó en torno a sus pies.
«Ya habité en esta casa durante la guerra. Muy poco tiempo, una o dos semanas.»
El Doctor no respondió; en unos instantes el cielo se había cubierto en su totalidad y todo
el jardín y el campo vecino. Mudó, su coloración, fugazmente abrillantado por una capa de
barniz;. un horizonte de- brezos y zarcanes, salpicados de urcas. y majuelos, que bajo el cielo
de color de coraza parecía poseído de aquel malicioso sentido del ahorro que le permitía
retener y magnificar la última: luz de la tarde para dramatizar. el instante de su
desvanecimiento. Solamente preguntó, a modo de respuesta;- al tiempo quo cerraba la
puerta tras él y echaba la barra: «¿No cree usted que, se acerca el verano?»:
«¿La luz?»
«Ah sí, la luz. ¿Sabe usted que yo apenas hago uso de ella? Pero por aquí debe haber una
llave.» Conmutó un par de ellas, ninguna de las cuales encendió; al tercer intento una pálida
y temblorosa bombilla parpadeó en el centro del corredor para apagarse en seguida y de
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