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renovado aquella mansión en un estilo más de moda, con plintos y cariátides de piedra. El grueso
Ligre se lanzaba, cada vez con mayor frecuencia, a comprar fincas rústicas, que acreditan casi
arrogantemente la riqueza de un hombre, y hacen de él, en caso de peligro, un burgués
perteneciente a más de una ciudad. En Tournaisis, redondeaba palmo a palmo las tierras de su
mujer Jacqueline; cerca de Amberes, acababa de comprar la propiedad de Gallifort, anejo
espléndido a su comercio de la plaza de Saint-Jacques en donde operaba ya, en compañía de
Lazarus Tucher. Gran Tesorero de Flandes, propietario de una refinería de azúcar en Maestricht
y de otra en las Canarias, recaudador de impuestos en la aduana de Zelanda, propietario del
monopolio de alumbre para las regiones bálticas, garante por un tercio, junto con los Fugger, de
las rentas de la Orden de Calatrava, Henri-Juste se codeaba cada vez con más frecuencia con los
poderosos de este mundo: la Regente de Malinas lo ponía en un pedestal; el señor de Croy, que
le debía trece mil florines, había consentido recientemente en apadrinar al hijo recién nacido del
mercader, y ya se había fijado la fecha, de acuerdo con Su Excelencia, para celebrar en su
morada de Roeulx la fiesta del bautizo. Aldegonde y Constance, las dos hijas aún muy jovencitas
del gran hombre de negocios, llevaban ya cola en sus vestidos.
Su pañería de Brujas no representaba, para Henri-Juste, más que una empresa caduca, que
se veía obligada a soportar la competencia de sus propias importaciones de brocados de Lyon y
de terciopelos de Alemania. Acababa de instalar, en los alrededores de Dranoutre, en el corazón
de la tierra llana, unos talleres rurales, en donde ya no le importunaban con los impuestos
municipales de Brujas. Se estaban montando allí, por orden suya, unos veinte telares mecánicos
fabricados el pasado verano por Colas Gheel, siguiendo los dibujos de Zenón. Al mercader se le
había antojado probar con aquellos obreros de madera y metal, que no bebían ni vociferaban y
diez de los cuales hacían el trabajo de cuarenta sin pretextar que subían los víveres para pedir
aumento de paga.
En un día fresco, que ya olía a otoño, Zenón se dirigió a pie a dichos talleres de Oudenove.
Montones de obreros parados, en busca de trabajo, invadían la comarca; apenas diez leguas
separaban Oudenove de los esplendores pomposos de Dranoutre, pero la distancia hubiera
podido ser la que existe entre el cielo y el infierno. Henri-Juste había cobijado a un grupito de
artesanos y de encargados de taller, de los que antes tenía en Brujas, en un viejo edificio,
acondicionado de cualquier manera, a la entrada del pueblo. Aquel albergue tenía mucho de
tugurio. Zenón vislumbró a Colas Gheel, borracho aquella mañana, y cuyos platos lavaba un
pálido y taciturno aprendiz llamado Perrotin, al mismo tiempo que vigilaba el fuego. Thomas,
que se había casado hacía poco tiempo con una muchacha de aquellas tierras, se pavoneaba por
la plaza, enfundado en una casaquilla de seda roja que había estrenado el día de su boda. Un
hombrecillo enjuto y espabilado llamado Thierry Loon, y que de devanador había ascendido
súbitamente a jefe de taller, mostró a Zenón las máquinas que al fin habían montado, y a las que
los obreros habían tomado ojeriza, tras haber fundado en ellas la extravagante esperanza de ganar
más y trabajar menos. Empero, otros problemas preocupaban ahora al clérigo; aquellos
armazones y contrapesos ya no le interesaban. Thierry Loon hablaba de Henri-Juste con
obsequiosa reverencia, pero le echaba a Zenón una mirada esquinada, deplorando la insuficiencia
de víveres, los chamizos de madera y de cascote que a toda prisa habían construido los
administradores del mercader, las horas de trabajo, que eran más que en Brujas, al no regirse por
la campana municipal. El hombrecillo echaba de menos los tiempos en que los artesanos,
sólidamente anclados en sus privilegios, retorcían el cuello a los obreros libres y hacían frente a
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